lunes, 27 de junio de 2022

Pescadores (relato)

 (Este relato tiene como base «Pescadores»)


—En la fosa tres hay destellos verdes esporádicos.

—Al norte del muro todavía no vemos nada, señor.

—Aquí el vigía de fauna. Los cachalotes han escapado de la zona siete. No se distinguen brillos pero sí migraciones de bancos pequeños y grandes.

—En el arrecife no hay movimiento. Repito, no hay movimiento.

En la sala del Mando Marino, el comandante Ton’O recibía las comunicaciones telepáticas de sus vigías y trasladaba la información al mapa que tenía delante. Era una reconstrucción con sus fosas, montes y arrecifes. En el centro se situaba un círculo amurallado que protegía la ciudad submarina de Yreley. A su alrededor había doce zonas de protección que debían controlar. Tropas de tres ciudades ya habían tomado posiciones, y el ataque estaba cada vez más cerca. Flotó alrededor de la mesa tallada en piedra. Aquello no pintaba nada bien. Pasó una mano sobre la fosa tres, el área se iluminó y esparció piedras color esmeralda por su superficie. Reflejaban la luz del globo luna que dominaba la sala.

¿Cómo habían llegado a esa situación? El coronel Sula llevaba semanas enviando emisarios a las diferentes ciudades para tratar de calmar los ánimos. Habían devuelto solo sus colas carmesí. No quería imaginar las torturas a las que podrían haberlos sometido antes de… Antes de aquella barbaridad. Ahora la guerra se cernía sobre la maravillosa Yreley, que quedaría reducida a unas simples ruinas si no podían detener aquel sinsentido.

 —Hay movimientos de delfines en la zona doce, parece que una cría se ha quedado rezagada.

—Señor, no hay rastro de los escualos habituales.

—Una barca de la superficie ha atacado al delfín, se ha sumergido un humano.

—¡Vemos destellos púrpura al norte! Parecen miles de…

—¡En la zona siete también son púrpura y…!

—¡Silencio! —transmitió el comandante con un grito mental que sorprendió a los vigías—. ¿Qué es eso de los humanos?

—Se han metido en nuestras aguas de nuevo, señor. Cada vez están más delgados, no deben tener mucha comida con la huida de los bancos de peces.

—Me da igual las reservas que tengan. ¡Traed a esos asesinos!

La furia lo recorrió de pies a cabeza como una violenta erupción volcánica. Agarró un arpón de combate con sus poderosas garras, hinchó los músculos y, con un rugido, partió el arma por la mitad. El agua a su alrededor se calentó varios grados mientras golpeaba las paredes de la sala. ¡Ellos! ¿Cómo se atrevían a aparecer ahora? ¡Todo lo que tocaban lo destruían! Un desastre de la naturaleza, eso eran, y arrastraban la ruina por donde pasaban.

Absorbió agua en grandes cantidades y lo expulsó por las branquias a los lados de su enorme cuello. El aporte de oxígeno pareció calmarlo un poco, y se apoyó en el mapa. Con su inconsciencia, habían provocado aquella guerra. Humanos de centenares de islas esquilmaban la fauna marina sin ningún control. Yreley había salido en su defensa, tratando de evitar que fueran borrados del mundo. «Debían ser educados, no exterminados», había dicho el general Sula. Todas las ciudades habían enviado representantes de los Fondos a la superficie. Solo volvieron las cabezas, arrojadas al mar con el resto de su porquería: no eran más que basura para aquellos bárbaros. El resultado había sido la guerra. Como defensores de los terrestres, la derrota de su ciudad era necesaria antes del gran ataque a los poblados humanos.

Su amada Seyndara había ido en uno de los primeros grupos de embajadores. Se habían despedido con un abrazo y una sonrisa, y ahora no volvería a ver brillar sus ojos cuando se ocultaban bajo el arrecife, no volvería a sentir su risa recorrer su mente mientras saltaban con los delfines, no volvería a acariciar su piel sedosa y sus iridiscentes escamas. Los humanos habían asesinado al amor de su vida y él había gritado de dolor en los brazos de Sula.

 —Los tenemos, comandante. Los llevamos en una burbuja hacia el palacio.

—Bien. Me encontraré con vosotros por el camino.

 Ton’O se concentró y enlazó con la mente de Sula.

 —Siento molestarle, general.

—Dime, Ton’O, ¿cómo avanzan las tropas enemigas?

—Han ocupado ya las zonas tres, siete y doce. En el arrecife no se mueve nada, así que suponemos que también dominan la zona cinco.

—Es el momento. Voy a organizar la evacuación a los búnkeres de la ciudad para la población civil.

—Tenemos algo importante que comentar. Han encontrado a dos humanos en el área doce cazando una cría de delfín. —Ton’O trató de contener su dolor, aunque sabía que en las transmisiones telepáticas los sentimientos se filtraban sin control.

—No podemos perder el tiempo con eso ahora. Entiendo tus sentimientos. Tráelos y zanjemos este asunto de una vez por todas.

 El comandante abandonó la sala de Mando y nadó veloz hacia el palacio y los humanos. Mientras se aproximaba pudo ver las filas de sirenidae que se dirigían hacia la seguridad bajo tierra. Las escamas relucían bajo la luz de cientos de globos lunares que iluminaban las calles de la ciudad. Malva, oro rosa, turquesa: una infinita paleta de colores refulgía con fuerza, y destacaba contra la oscuridad del fondo que se apreciaba apenas a unos cientos de metros. El dolor por sus vecinos lo atravesaba como una lanza. 

—Se están despertando, Ton'O.

—Ignóralos.

 Los humanos se desperezaron despacio y miraron a su alrededor. El hombre abrió mucho los ojos y trató de mirar en todas direcciones al mismo tiempo. Se arrastró hasta que su espalda topó con el borde de la burbuja en la que estaba recluido junto a la mujer, que aparentaba estar más calmada. Y los dos lo vieron.

La burbuja se detuvo junto a una inmensa estatua, casi tan grande como el palacio que había detrás. La parte inferior de su cuerpo se componía de cientos de tentáculos entrelazados, mientras que la parte superior era la de un hombre musculoso. La furia en la mirada que se fijaba en ellos, la boca entreabierta mostrando unos enormes colmillos, las manos como garras que sujetaban lo que parecían víctimas aplastadas y a medio devorar: todo eso vieron los humanos, que se abrazaron y comenzaron a llorar de puro pánico.

 —Ya han llegado, general. Están esperando junto a la estatua de Can'Tel —envió Ton’O.

—Bien. Cuanto antes terminemos con esto, antes podremos volver a nuestras tareas urgentes. Ocúpate de traerlos a mi sala —transmitió Sula, desde detrás del escritorio. Mientras esperaba, se volvió para mirar por el ventanal.  De todas las ciudades al este de la Fosa, aquella era la menos poderosa, su estructura mostraba su obsesión por la defensa, siempre temiendo un ataque.

 —Señor, sus «invitados» lo esperan.

 Cuando llegó el coronel los encontró esposados. Un hombre y una mujer, dentro de una burbuja terrestre que les permitía sobrevivir allí abajo. El comandante Ton’O estaba a su lado, agarrando con fuerza un arpón, junto a varios escoltas.  

—Ton’O, quiero que seas tú el que hable con ellos.

 El comandante, con una mueca de asco, se puso un casco burbuja con un comunicador incorporado. La gente de la superficie era tan primitiva que todavía se comunicaban mediante sonidos. Los estudiosos de la Época Terrestre aún no se explicaban cómo habían podido sobrevivir tanto tiempo con una tecnología tan rudimentaria. En los Fondos dominaban la telepatía hacía siglos, no había otra forma de comunicarse bajo las aguas.

 —Terrestres, habéis llegado en mal momento —rugió a través de los altavoces de la burbuja. Los humanos se sobresaltaron.

—¡Podéis entendernos! ¡Esto es una pesadilla! —La mujer se puso de rodillas, llorando—. ¡No somos una amenaza!

—Por supuesto que no, eso ya lo sabemos —gruñó Ton’O. Llevaba años sin hablar y la garganta empezaba a picarle—. Pero ¿por qué habéis llegado justo ahora? Estamos al borde de una guerra.

—Ha sido una desafortunada coincidencia, gran señor. —El hombre aún no había acertado a decir palabra y miraba asustado a su compañera mientras hablaba—. Estábamos buscando algo para comer y descendimos demasiado. Por favor, esto no volverá a suceder.

—Ton'O, ¿quién los encontró? —envió el coronel Sula.

—Una patrulla de la periferia. Estaban pescando, tratando de atrapar un delfín. —Volver a la telepatía de vez en cuando le permitía ordenar sus ideas y descansar sus cuerdas vocales vestigiales.

—¿Cómo? ¿Un delfín? ¿A eso se dedican en la superficie? ¿Ya no tienen nada que comer en su estercolero y quieren venir a destruir nuestros Fondos? —El coronel hizo una pausa. Miró fijamente a su comandante, cuyos ojos oscilaban entre la furia y la tristeza—. Esto ha durado suficiente. Les hemos defendido y hemos sacrificado a amigos y familiares por ellos. No merecen nuestra protección. Termina esto. Ya.

—Os creo, amigos. Queremos corregir este malentendido. Os invitaremos a cenar y os llevaremos a la superficie. Deberéis decirles que somos un pueblo de paz y que no queremos batallar —dijo Ton’O.

 Los humanos sonrieron y se abrazaron mientras se los llevaban en la burbuja.

 —¿Tenéis su barca? —preguntó el comandante a los escoltas.

—Sí, comandante.

—Llevadlos allí después de la cena y dejad que el resto de los humanos nos conozca. No quiero más problemas.

 El escolta sonrió, sus colmillos brillaron a la luz de los globos lunares.

 —¿Qué parte queréis, comandante?

 —Me gustan los riñones, pero acordaos de deshuesarlos antes de cocinarlos, estarán más blandos. No dañéis el esqueleto, quiero que la señal del barco sea definitiva.

 Al día siguiente, empezarían la batalla sin hambre.

 



viernes, 24 de junio de 2022

Las Truculentas - El resurgir de los alados IX - Hermano

Sobre fondo negro, se ve en blanco el perfil de una mujer. Donde estaría su ojo, pone el título: El resurgir de los alados, y junto al título una daga. En la parte inferior izquierda se ve un martín pescador salpicando el agua. Justo debajo de la barbilla del perfil aparece el texto latapadelbaul.es y #LasTruculentas

 

 

(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)


Marian May había caído inconsciente. El asombró por ver a su hermano detrás de ellas, activó los reflejos de la joven plebeya justo a tiempo para escapar del golpe que pretendía dirigirle. 

—¿Intentas matar a tu hermana? —preguntó sorprendida Lady Alción, agachándose para comprobar que Marian seguía con vida y para recoger la gema.

—¿Intentar? Yo no fallo. Aunque tú, maldita estúpida, le has dado el poder suficiente para acabar con Beyaz y eso destroza mi plan inicial.

—No sé qué pretendes hacer. Se supone que sois los protectores del reino.

—Precisamente por eso hago todo esto. Este reino está en decadencia, la gente sin valores, como tú, vaga por las calles, lleva sus negocios entre las sombras, matan, roban con total impunidad. Eso debe acabar.

—No sabes nada. Intentamos sobrevivir con lo poco que nos dejáis tras vuestras fiestas y vuestros impuestos. Sois vosotros los verdaderos ladrones de este reino, aunque tu hermana no es cómo tú.

—No, mi hermana no es como yo. Mi hermana cree en las segundas oportunidades. Yo, en cambio, en que si quieres que un problema desaparezca debes acabar con la causa. 

Esas palabras trajeron a la mente de Lady Alción antiguos recuerdos. Volvieron los días en los que las suyas fueron erradicadas como si no valiesen nada. Ya solo quedaba ella de la gran estirpe de brujas, solo ella del linaje de los alados. La magia había desaparecido del mundo. O al menos, eso había pensado hasta aquel día. 

Instintivamente, apretó la gema en su mano y esta comenzó a calentarse a la vez que su cuerpo se transformaba. Charlie se paralizó ante la imagen de aquella joven plebeya convirtiéndose en una mujer fénix. Era como ver las leyendas de los antiguos alados cobrando vida frente a él y sintió miedo por primera vez en su existencia.

Lady Alción alzó el vuelo liberando pequeñas llamas con su cuerpo que hicieron despertar a Marian de su letargo, a la vez que creaba pequeños incendios alrededor de los hermanos. 

—¿Qué está pasando? —preguntó incorporándose, con la vista puesta en Charlie.

—Hermana, la plebeya es un monstruo, seguramente aliada de Beyaz. Debemos acabar con ella, ¡pero tiene la gema!

—¡Deja de mentir! —gritó Lady Alción batiendo las alas y creando un remolino frente al joven que le hizo caer de espaldas contra el suelo—. Lady May, me has mirado a los ojos, has confiado en mí y me has reconocido. Sabes que no soy tu enemiga, pero tienes que decidir entre tu sangre y la seguridad de tu pueblo.

—¡Hermano! ¿Qué has hecho? —Las lágrimas de Marian brotaban sin control. Durante años había hecho la vista gorda por el amor que sentía por su hermano, pero siempre había temido que él estuviese buscando los poderes oscuros para ser el sucesor de su familia e implantar un gobierno de terror.

—Siempre lo has sabido ¿verdad, hermanita? —El gesto de Charlie cambió tras ver que su hermana no caería más en sus engaños. Esa maldita plebeya lo había destrozado todo.

—Me lo temía, sí, pero siempre pensé que tu amor hacía mi era igual que el que yo sentía por ti. Fui una ingenua. —Marian tocó su anillo. No quería hacer daño a su hermano pero tampoco tenía claro hasta dónde podría llegar, ya no le conocía—. Eras un niño tan dulce, podíamos haber gobernado juntos.

—¿Juntos? Tú siempre tendrías la última palabra y yo quiero limpiar el mundo, no dar segundas oportunidades a ratas, como hiciste tú con esta plebeya —Charlie se había puesto de pie y sacó un artefacto de su bolsillo. Tenía un brillo similar al del anillo de Marian, por lo que la joven tuvo claro que la única opción final sería luchar.

— Has corrompido todas las enseñanzas de nuestra madre. Has intentado traer al mundo un reinado sin libertad, has querido liberar a Beyaz…

—Y ha intentado matarte —interrumpió Lady Alción, haciendo que Marian abriese los ojos mucho más y sus lágrimas volviesen a brotar.

—¿Tan poco valgo para ti?

—Lo único que vale algo es el poder. ¿Cuándo lo vas a entender? —De repente el artefacto que Charlie tenía en la mano brilló con fuerza y emitió una rayo de luz hacia Marian. Lady Alción bajó en picado y se interpuso en la trayectoria, parando el golpe con su pecho, sacrificándose por aquella joven que una vez se arriesgó por ella.

—¿Qué has hecho? —preguntó Marian llorando abrazada al cuerpo inmóvil de la joven plebeya—. No puedes desaparecer de este mundo, era la última alada, ¡eres la mujer a la que amo!

De repente, el cuerpo de Lady Alción comenzó a brillar y Marian se alejó de ella. Conocía las antiguas leyendas y si todo era cierto debía ponerse a salvo. Con la magia recogida del anillo, creó una cúpula de protección justo a tiempo, pero su hermano, agotado tras usar el objeto mágico, quedó a merced del estallido final del cuerpo de la joven alada, convirtiéndose en cenizas al igual que Lady Alción.

Marian fue testigo de todo dentro de su cúpula mágica, donde un grito desgarrador lo inundó todo. Había perdido a su hermano y a esa extraña joven que había abierto un mundo nuevo para ella. No podía respirar, pero sabía que debía recomponerse rápido. 

Cuando vio que el peligro había cesado se dirigió hacía ambos cuerpos. El de Charlie se desintegró y perdió la forma humana en segundos, pero la esperanza anidaba en ella y fue hacía Lady Alción esperando que ese no fuese su final. No quería perderla a ella también, aunque la había visto arder, deseaba tanto que las leyendas fueran fiables en ese momento… 

  —Señorita May, me debe un baile ¿recuerda? —preguntó una voz saliendo de las cenizas. Todo lo que había estudiado sobre los alados era cierto, y Lady Alción estaba viva y resurgía de sus propias cenizas, calentando de nuevo el corazón de la joven Marian. 

—Y se lo concederé con gusto. Aunque esta vez no hará falta que se cuele en la fiesta, pues será la invitada de honor. 

Al ponerse en pie ambas jóvenes se miraron a los ojos. No hacía falta decir nada más, las palabras sobraban en aquel momento en que eran conscientes de que se habían encontrado y sus almas se reconocían. El mundo desaparecía a su alrededor mientras se acercaban cada vez más, en aquel momento en el que nada de lo pasado o de lo que estaba por llegar era importante.

Marian se acercó a la Lady Alción, invitándola a dar el paso que más deseaba, a unirse a ella. La conciencia de que el mundo no aceptaría aquello y sabedora de todo lo que los May podían perder si se dejaba llevar hico que diera un paso atrás y acarició la cara de Marian, obligándola a abrir los ojos y volver a la realidad. 

—Mi señora, debemos volver —susurró sabiendo que la estaba partiendo el corazón.

—Como desees —consiguió decir Marian, confusa.

—Como debemos, no como deseo. 

 Al salir de aquel lugar, volvieron a su mundo, a ese en el que había tanto que cambiar. Aunque ahora estaban juntas y sabían lo que debían hacer. Aún había esperanza y podrían volver a los días de luz si conseguían que los Primados y la Madre Guardiana dieran el lugar que se merecía a la magia que les había salvado aquel día y que formaba parte de ellas. 


Nada más alejarse del lugar, dentro de aquella mugrosa habitación una niebla aparecida de la nada comenzaba de nuevo a tomar forma. Beyaz no era una enemiga cualquiera y tal vez haberla infravalorado sería su perdición. Sobre todo ahora que la gema olvidada entre las cenizas estaba ahora en su poder.



Este fragmento está escrito por Xandra Bilbao, miembro de #LasTruculentas.

miércoles, 22 de junio de 2022

Las Truculentas - El resurgir de los alados VIII - Beyaz

Sobre fondo negro, se ve en blanco el perfil de una mujer. Donde estaría su ojo, pone el título: El resurgir de los alados, y junto al título una daga. En la parte inferior izquierda se ve un martín pescador salpicando el agua. Justo debajo de la barbilla del perfil aparece el texto latapadelbaul.es y #LasTruculentas

 

 

(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)


En el punto en el que los dedos de Charlie tocaron el diamante se originó una explosión luminosa que nos cegó a los tres. Noté cómo la plebeya se encogía sobre sí misma para proteger sus ojos del resplandor e imaginé que mi hermano debía haber hecho lo mismo.

Yo, sin embargo, no podía apartar los ojos del diamante. Si Charlie había desatado la maldición, mi labor era contenerla. Para eso me habían educado en la familia Guardiana.

El brillante resplandor se extinguió y entonces pudimos contemplar el horror que encerraba ese broche maldito. De repente, no estábamos en esa habitación cochambrosa, sino en una cueva lúgubre y oscura. El rostro de Charlie y de la ladrona revelaban el desconcierto por ese inesperado cambio de escenario, pero yo sabía la verdad: no nos habíamos movido del sitio, solo era un truco, una ilusión mental para debilitar al oponente.

En el centro de lo que parecía una caverna redonda de techo abovedado, que quedaba fuera del alcance del ojo humano, se encontraba Beyaz, la Dama de Blanco. Tras siglos encerrada en una gema, debería estar furiosa. Sin embargo, su semblante permanecía inalterable y sus ojos, de un color gris que helaba el alma, no traslucían emoción alguna.

Sin embargo, yo sabía la verdad.

Beyaz intentaría liberarse de su encierro matando a sus carceleros, matándome a mí, y luego dominaría el mundo. Otra vez.

Solo yo podría detenerla, pero necesitaba la ayuda de Charlie y de la plebeya. Sobre todo de ella. No sabía quién era, pero no me cabía duda de que pertenecía a una familia de brujas. Ningún mortal habría podido debilitar el diamante tanto como para que el simple toque de mi hermano liberara la maldición.

Beyaz, que había permanecido inmóvil los breves segundos que había durado mi reflexión, dirigió sus fríos ojos grises hacia mí y elevó las manos. Del suelo rocoso de la irreal caverna se levantaron una decena de sombras informes, que se solidificaron en seres oscuros y sin rostro, pero sin ninguna duda armados.

—¡Contenedlos! —grité a mi hermano y a la desconocida—. Yo me encargaré de Ella.

Y como si formáramos parte de una macabra coreografía, las sombras se lanzaron contra sus oponentes mientras Beyaz y yo cruzábamos miradas fieras.

A Beyaz no se la combate con armas, eso lo sé desde pequeña, se la combate con la mente. Para eso me educaron, pero también me dejaron claro que era una lucha que consumiría todas mis energías, que podría llevarme a la muerte, incluso aunque la ganase.

Me concentré, encontré el poder de la tierra y lo canalicé a través de mi cuerpo. La onda de energía que cruzó el aire habría destrozado a un hombre adulto y fuerte, pero Beyaz apenas se inmutó. Me preparé para su contraataque, que no sería suave.

Mientras sentía la energía fluir hacia la Dama de Blanco, yo extraje parte de ella para solidificarla. Intenté construir un muro a mi alrededor que me protegiera de su ataque. Lo conseguí, pero parte de su poder escapó a mis defensas y recorrió todo mi cuerpo. Apenas pude contener las convulsiones de dolor, pero necesitaba seguir concentrada en Beyaz.

Durante lo que me pareció una eternidad, Beyaz y yo intercambiamos ataques mentales que me dejaron en un estado muy próximo a un desfallecimiento. A nuestro alrededor, había continuado la lucha de Charlie y la pelirroja contra las sombras, pero me había forzado a mí misma a sustraerme de ella. Solo yo podía detener aquello.

Tras varios ataques, defensas y contraataques, leí en los fríos ojos de Beyaz que se acercaba la ofensiva final, la que me mataría y la liberaría para siempre, dejando el mundo como su campo de juegos particular. Era el momento de pedir ayuda a la plebeya.

La busqué con la mirada intentando controlar la energía que absorbía la Dama de Blanco. Ella estaba luchando con una sombra a solo unos centímetros de mí. El resto de engendros había desaparecido, tenía que ser muy buena.

—Necesito tu ayuda —le grité. En ese momento odié no saber su nombre, habría sido mucho más poderosa así.

Con una última estocada, se deshizo de su sombra y se volvió hacia mí, el desconcierto en el rostro.

—¿Mi ayuda? —preguntó—. ¿Qué ayuda?

—Sé lo que eres —me limité a contestar, no había tiempo para más explicaciones. Sentía cada vez más cerca el ataque de Beyaz—. Limítate a darme la mano, ayúdame a canalizar la energía. Solo así acabaremos con ella.

Ella pareció dudar un segundo, pero debió darse cuenta de la gravedad del asunto y de la verdad de mis palabras. Se acercó a mí y cogió mi mano.

—Concéntrate.

No podíamos esperar el ataque, debíamos atacar nosotras, así que me concentré yo también. Extraje más poder del que había canalizado nunca. De no haber sido por esa desconocida, me habría consumido sin remedio.

Acumulé toda esa energía en un solo punto, a medio camino entre Beyaz y nosotras. La concentración de poder era tal que se hizo visible en forma de un pequeño punto de luz que crecía cada vez más.

Me permití por una fracción de segundo mirar a Beyaz y pude ver cierto miedo en sus ojos. Era buena señal.

Arranqué de la piedra todavía más poder. Sentí cómo la plebeya me apretaba la mano por el dolor que estaba empezando a sentir. El punto de luz creció hasta alcanzar el tamaño de una bala de cañón. Y entonces lo lancé.

Antes de poder darme cuenta, volvíamos a estar en la habitación mugrosa. Yo vi negro y caí al suelo. Ya no sentí nada más.


Este fragmento está escrito por Rocío Castellón, miembro de #LasTruculentas.

lunes, 20 de junio de 2022

Las Truculentas - El resurgir de los alados VII - Nos volvemos a ver

Sobre fondo negro, se ve en blanco el perfil de una mujer. Donde estaría su ojo, pone el título: El resurgir de los alados, y junto al título una daga. En la parte inferior izquierda se ve un martín pescador salpicando el agua. Justo debajo de la barbilla del perfil aparece el texto latapadelbaul.es y #LasTruculentas

 

 

(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)


—Nos volvemos a ver.

No hizo falta que me diese la vuelta dejando de mirar por la ventana. Aquella plebeya había vuelto y yo tenía muchas preguntas.

—¿Qué haces en mi casa? —preguntó la mujer.

Me di cuenta de que su pelo y vestimentas eran distintas, mas no me intimidaron aquellas dos dagas que empuñaba ante mi.

—Me llamo Marian May, Heredera de la familia May, la venerada familia Guardiana —dije con mi frente bien alta hacia esos dos ojos que me analizaban con interés—. He venido a por algo que tú me quitaste y me pertenece.

—Y si no, ¿qué? —La plebeya se posicionó con las armas frente a su rostro en señal de defensa.

Yo no me quedé atrás y llevé mi mano derecha a mi brazo izquierdo. Desde el codo hasta el dedo índice, deslicé mi mano, generando una energía que transformó todo mi brazo en una espada. Ella no se inmutó.

—¿Eres zurda? —preguntó desafiante.

—Soy ambidiestra —contesté posicionando mi brazo derecho tras mi espalda.

Las dos, en aquella sala mugrienta que parecía de todo menos una casa, comenzamos un combate bastante igualado.

—Dame el broche y no te pasará nada —dije asestando mi arma contra su hombro.

Ella apretó los dientes. Le había hecho daño, pero no era suficiente. 

«Esta plebeya no sabe el poder que tiene el diamante. Tengo que arrebatárselo cuanto antes»

Los objetos de la estancia caían a nuestro paso, el choque del filo de nuestras armas se escuchaba cortando el aire.

—¡¿De verdad quieres esto?! —dijo alzando el broche. No me había dado cuenta de que lo llevaba sujeto a su brazalete y necesitaba saber que el diamante seguía dentro.

—Tu no sabes lo que hay dentro —Moví mi espada con todas mis fuerzas intentando en vano darle la estocada final.

A causa de esa acción, el broche salió volando por la sala ante nuestra mirada cansada. Nuestras frentes estaban perladas en sudor, pero nada de lo que había pasado en aquel lugar se comparaba a la batalla que se libraría a partir de ese mismo instante.

—¿Charlie?

Mi hermano se encontraba apoyado en el marco de la puerta. Ninguna nos habíamos percatado de su presencia, pero tanto ella como yo notamos algo extraño en él. 

Se agachó y recogió el broche. Yo sonreí pensando que me la devolvería, pero no fue así. Su acto me dejó perpleja. Lo abrió con fuerza y extrajo el diamante que me confiaron. 

—Charlie, no lo hagas —le imploré acercándome lentamente —. La maldición… 

Él me miró como nunca antes lo había hecho. Sus dedos no debían haber tocado el diamante. 



Este fragmento está escrito por Gloria Carrasco, miembro de #LasTruculentas.

viernes, 17 de junio de 2022

Las Truculentas - El resurgir de los alados VI - El broche

Sobre fondo negro, se ve en blanco el perfil de una mujer. Donde estaría su ojo, pone el título: El resurgir de los alados, y junto al título una daga. En la parte inferior izquierda se ve un martín pescador salpicando el agua. Justo debajo de la barbilla del perfil aparece el texto latapadelbaul.es y #LasTruculentas

 

 

(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)


Ya habían pasado varios días desde nuestro encuentro y, aun así, no era capaz de olvidarla. Los ojos verdes se aparecían ante mí una y otra vez, como si quisieran decirme algo. Yo intentaba apartarla de mi mente, pero no había manera.

Subí las escaleras hasta mi casa, si es que se podía considerar algo así. Vivía en la parte superior de un cine, un desván del que nadie conocía su existencia. Me acerqué a la única ventana que iluminaba toda la estancia y, como si fuera un acto reflejo, levanté la mano sujetando el broche con los dedos. Los rayos del sol atravesaron el valioso pedrusco y, de repente, el broche se elevó por sí solo y unos colores mucho más brillantes que los del arcoíris aparecieron en el techo.

—¿Qué es todo esto? —pregunté, incrédula—. Este no es un broche normal, no puede serlo… Tal vez si se lo llevo a Mercator pueda decirme algo más. Al fin y al cabo, muchas rarezas han pasado por sus manos…

Alargué el brazo para llegar al broche y, al tocarlo, dejó de flotar y los colores se desvanecieron. Sin embargo, la piedra estaba caliente y ahora se podían apreciar unas muescas que antes no tenía.

«Nah, seguro que me lo estoy imaginando y ya las tenía de antes», pensé mientras me guardaba el broche en el bolsillo del pantalón. Me puse mi peluca de siempre para que nadie conociera el color real de mi pelo, allí todos tenían envidia de todo y si descubrieran que tenía el pelo naranja acabarían conmigo en menos de lo que canta un gallo. Al fin y al cabo, pertenecer a una familia de brujas nunca había estado bien visto. Y mucho menos teniendo en cuenta quiénes fueron mis madres.

Aparté cualquier recuerdo de tiempos pasados y caminé por las calles, mirando a mi alrededor. Por desgracia, en aquel distrito nunca podían saber cuándo encontrarías tu muerte y, por eso mismo, llevé mis manos a las caderas. Me cercioré una vez más de que las dagas están en su sitio, listas para —¡Buenos días, Pajarillo! ¿Qué te trae por aquí?

Si supiera el verdadero motivo por el que me conoce por ese mote, dejaría de llamarme así. Pero bueno, un simple mortal jamás podría darse cuenta de que mi estirpe de brujas proviene de los antiguos alados. 

—Tengo una pregunta que no deja de rondarme la cabeza, y he pensado que tal vez tú supieras respondérmela…

Saqué el broche con cuidado y, cuando vi que Mercator extendía su mano, a la que le faltan dos dedos, agarré más el objeto en vez de soltarlo.

—¿Qué te ha pasado?

—Oh, nada, nada. El otro día, al limpiar una baratija se me enganchó el dedo y tuve que arrancar por lo sano… —relató Mercator mientras se acercaba más a mí—. SIn embargo, ese broche me interesa… ¿Me dejas verlo de cerca?

Negué con la cabeza y decidí irme. Escuché cómo Mercator me gritaba algo, pero mi mente ya estba demasiado lejos como para entender sus palabras. Estaba claro que le había pasado algo y, si no quería contármelo, era porque le convenía no hacerlo. Además, su interés en el broche era demasiado repentino.

Volví de camino a casa, con más preguntas con las que salí y con una extraña sensación en el cuerpo. Algo malo estaba pasando, pero no era capaz de adivinar el qué. Subí las escaleras exteriores de emergencia del cine. Sin embargo, en cuanto vi que la puerta de mi casa estaba entornada, me quedé paralizada. Podía ser Mercator para intimidarme y así conseguir la gema, pero no tenía sentido porque podría haberlo hecho en su propia tienda. Solo quedaban dos alternativas: o alguien había descubierto que era una bruja, o la chica a la que le robé el broche me había encontrado.



Este fragmento está escrito por Teresa Plaza García, miembro de #LasTruculentas.

miércoles, 15 de junio de 2022

Las Truculentas - El resurgir de los alados V - La mano de un mentiroso

Sobre fondo negro, se ve en blanco el perfil de una mujer. Donde estaría su ojo, pone el título: El resurgir de los alados, y junto al título una daga. En la parte inferior izquierda se ve un martín pescador salpicando el agua. Justo debajo de la barbilla del perfil aparece el texto latapadelbaul.es y #LasTruculentas

 

 

(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)


Nunca había estado en aquella parte de la ciudad. Nuestra madre nos contaba que era como un agujero que absorbía todo lo bueno y dulce que existía en las personas, que las flores allí se marchitaban en contacto con el aire. Yo sentía los olores, los paladeaba, y no me gustaban.

Seguí el rastro de la araña y acabé con mis pies en la entrada de una tienda grande de telas con colores variados, pero de tejidos baratos.

El tendero mantenía una conversación en un tono de voz excesivamente alto con una mujer que respondía al nombre de Mara. En cuanto escuché que mencionaban “El baile de los Primados”, agudicé el oído. Estaba seguro de que había acabado en el sitio correcto.

Abrí la puerta consciente de que mi entrada llamaría la atención. Me había aburrido sobremanera de escuchar a la mujer hablando de todos sus familiares y fiestas. Como si esas fiestas tuvieran interés alguno.

Cuando las miradas se posaron en mí, dibujé mi mejor sonrisa, la del chico bueno que a todos les gustaba.

—¡Lord May! —balbuceó la señora mientras se llevaba una mano a la boca con gesto de sorpresa.

—Es un placer que esté en mi tienda —consiguió articular el vendedor. El brillo de sus ojos mostraba alegría por mi llegada, como era de esperar.

—Por favor —dije—. No hace falta que sean tan formales, pueden llamarme Charles —mentí. Adoraba que me trataran con el respeto que me merecía, pero era el bueno de la familia Guardiana y no pensaba salir de ese papel. Al menos, no por el momento.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el hombre.

—Lo cierto es que, Mercator, me gustaría poder hablar con usted a solas sobre unos asuntos de gran importancia. No sé si será un mal momento.

Busqué con la mirada a la araña. Tenía que estar cerca. Luego posé mis ojos en la mujer.

—¿Le importa?

Ella asintió con la cabeza y sonrió. Al pasar a mi lado saqué un par de billetes de los que guardaba en el bolsillo. De los que apenas se veían ya circular por las calles.

—Para que pueda comprarse una gargantilla para la boda de su sobrina Lupe —dije al tiempo que guiñaba un ojo.

Ella agarró el dinero mientras me daba las gracias, se despidió de Mercator y salió feliz por la puerta. No me sorprendía, iba a contar una buena historia, una sobre el amable de Charlie ayudando a los demás. Como siempre hacía él.

Cerré la puerta del establecimiento en cuanto la mujer se marchó y le di la vuelta al cartel.

—Mejor tener intimidad, ¿no? —pregunté—. Como ve, me gusta viajar solo.

—¿Qué desea? —respondió Mercator con otra pregunta. Sus ojos ya no desprendían brillo, debía imaginarse que las cosas no iban a ser tan favorables como había pensasdo en un primer momento.

—Mire, mi hermana ha perdido un broche, uno importante. Ella cree que no pasa nada, que no me entero y que puede solucionar los problemas de la ciudad siendo amable, pero lo cierto es que no. A veces uno tiene que ser duro y mostrarse firme, sobre todo cuando se ríen de él.

—Disculpe, creo que no le entiendo.

—¿Sabe qué? La mano de un mentiroso crece de manera diferente a la de alguien que no miente.

Coloqué mi mano izquierda sobre la mesa y señalé los dedos índice y anular sobre la mesa.

—Estos dos dedos tienen el mismo tamaño —dije con seguridad al mostrárselos—. ¿Cómo son los suyos?

Mercator dudó, y después me miró a los ojos.

—Eso no puede ser.

—¿Está diciendo que miento? Imposible, ya lo ve en mis dedos, tienen la misma longitud. ¿Cómo le voy a mentir, si mi cuerpo dice lo contrario? Vamos, enséñeme la mano.

El hombre colocó su mano derecha sobre la mesa y suspiró al comprobar la longitud de sus dedos.

—Vaya, es usted un mentiroso.

—¡No! Usted ha dicho...

—Da igual lo que yo haya dicho, esa marca que tiene en la mano le delata —le interrumpí—. Es la picadura de una araña de mi madre. —Observé la herida, inconfundible—. Y está preparada para picar a la persona que se busca. Usted tiene el broche, es el ladrón y, como tal, debe ser castigado.

—¡No! —gritó casi con desesperación—. Es cierto que tengo joyas que no son mías, pero no el broche del que me habláis. —Sacó con torpeza una bolsa de tela y la colocó sobre el mostrador. Dentro había anillos, pulseras y relojes que recordaba de la fiesta, pero ni rastro del broche.

En realidad, me daba igual lo que le pasara a mi hermana. ¿No era Marian la heredera? Pues que se ocupara ella misma de sus problemas. Odié cómo mi hermana me había devuelto el reloj con tanta condescendencia. La quería, pero era imposible tratar con ella cuando defendía justicias imposibles y, que le hubieran robado el broche, me daba la razón.

—No quiero las joyas, quiero que me diga el nombre de la mujer que se las proporciona. —Mujer como la que había visto junto a mi hermana la noche de la fiesta y que aparenté no ver, al igual que hizo Marian.

—No sé quién me lo da, me lo dejan en la tienda junto con una pluma como esta —explicó nervioso mientras me la mostraba. Era azulada, pero con un tono tan ambiguo que podía ser iridiscente—. Yo no sabía que las joyas les pertenecían. El negocio no funciona todo lo bien que me gustaría y me aproveché de ello, pero le juro que no volveré a hacerlo. No diga nada, por favor.

Le miré apenado. Todo el mundo acaba suplicando, es algo que se repite en mi vida.

—Mire, le prometo que no voy a decir nada, pero esa araña es un peligro para la salud de las personas y puede llegar a matar si no se trata a tiempo. —Mostré un rostro preocupado mientras sostuve su mano derecha entre las mías—. La única manera de eliminar el veneno de la araña es cortar estas dos falanges —señalé en el dedo anular dónde debía de hacerse el corte—. Lo siento muchísimo, va a tener que hacer algo y deprisa.

Me fui dejándole con la duda en la cabeza. Supe que me había hecho caso cuando oí sus gritos de dolor al marcharme. ¿No me había dicho él que un mentiroso tenía los dedos de tamaños diferentes? Pues ahora recordaría que yo tenía razón.

«Mentir a un mentiroso no está mal», dije para mí mismo mientras me agachaba a recoger a la araña, que se había quedado atrapada entre las hierbas de un pequeño jardín. Debía de modificar al bicho antes de que le diera la información a mi hermana.

Tenía que encontrar a la dueña de esa pluma. Lo hacía por mi hermanita.


Este fragmento está escrito por Sheila Moreno Gruiñón, miembro de #LasTruculentas.


lunes, 13 de junio de 2022

Las Truculentas - El resurgir de los alados IV - El cotilleo

Sobre fondo negro, se ve en blanco el perfil de una mujer. Donde estaría su ojo, pone el título: El resurgir de los alados, y junto al título una daga. En la parte inferior izquierda se ve un martín pescador salpicando el agua. Justo debajo de la barbilla del perfil aparece el texto latapadelbaul.es y #LasTruculentas

 

 

(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)



 No me sorprendió comprobar que había vuelto a colarse en mi tienda, pero no dejaba de fascinarme la habilidad con la que apenas dejaba rastro de su presencia.

—Ah, este pajarillo inquieto, nunca se sabe cuándo va a aparecer, pero siempre trae bonitos presentes —me decía jugueteando con la pluma que siempre me dejaba.

Abrí la bolsa con la curiosidad habitual. Mi cabeza sabía ya a quién iba a colocarle cada objeto que sacaba: esta pulsera le gustará a la Juanita, que le gusta aparentar; este reloj para el Carmelo, que se hizo un traje con bolsillo como si eso disimulara la baja calidad de la tela.

En ese análisis y reparto de la mercancía estaba cuando algo se me clavó en la palma de la mano.

—¡Pero qué coj…! —El asombro ante lo que estaba viendo me cortó el grito. —¿Pero qué narices es esto? ¿En serio, Pajarillo? ¿Una baratija de alambre?

Miré con detenimiento lo que quiera que fuera eso, esa especie de bichito extraño hecho por un niño, de eso estaba seguro. De lo que no estaba seguro ni contento era de cómo habían podido colarle semejante juguete al pajarillo.

Unos golpes impacientes en la puerta hicieron que lanzara el cacharro al fondo del cajón de mi mesa y lo cerrara de golpe, como si así fuera a calmar mi frustración.

—¡Voy, ya voy! —grité a quien quiera que estuviera llamando.

—Vamos, señor Mercator, ¿cómo es que todavía está cerrado? —me soltó así, de buenas a primeras, en cuanto abrí la puerta.

—¿Cuál es la urgencia, señora Mara? —dije cediendo a los empujones poco delicados que me daba la mujer para abrirse paso.

—¿Es que tiene que haber una urgencia para que abra su negocio a la hora debida?

—Bueno, ¿y qué le trae por aquí? —Me negué a volver a discutir con doña Prisitas.

—Pues verá —dudó un momento, lanzó miradas aquí y allá asegurándose de que nadie podía oírla, como si no supiera que estábamos solos. Esa mujer tenía el don de acabar con mi paciencia—. Se comenta que, bueno, digamos que ha pasado algo en el baile de los Primados y, verá, yo me preguntaba si quizá usted…

—Muchos rodeos está dando, señora, y no sé si me termina de gustar lo que está insinuando. —La miré poniendo mi mejor cara de indignado—. Vamos, desembuche, ¿qué se comenta? —dije remarcando la última palabra.

—¡Oh, vamos, no se haga el sorprendido! Lo del baile… los robos… —bajó el volumen. Cotilla, pero discreta: era todo un personaje.

—Ah, ¿sí? ¿Y quién comenta eso? —No había secretos en el barrio.

—Toda Exclusión lo comenta, no me creo que no se haya enterado.

—Señora, yo me meto en mi casa y en la de nadie más. ¿Y qué tiene que ver ese cotilleo conmigo? —La situación empezaba a incomodarme de verdad. Que un golpe tan grande estuviera en boca de todos tan pronto no podía ser buena señal, y que esa señora estuviera hablándome de él de buena mañana, tampoco.

—Mire, señor Mercator, déjese de disimulos, todo el mundo en Exclusión sabe que usted mueve… digamos… mercancía de dudoso origen. Yo lo que quiero, es un algo para el cuello, ya sabe, una cadenita de esas finas que llevan las señoronas distinguidas. ¿Cómo las llaman?

—¿Una gargantilla? —¿En serio estaba pidiéndome una joya así, como por encargo y con toda la naturalidad del mundo? No me lo podía creer.

—¡Eso, una gargantilla!

—Señora Mara, esto es una tienda de telas, no una jo…

—Basta de tonterías. —Me interrumpió sin contemplaciones, y con cierto aire de satisfacción como quien sabe que tiene razón—. Mire, usted véndame una cosa de esas bien bonita que pueda lucir en la boda de mi sobrina la Lupe, ¿se acuerda de la Lupe? Pues se nos casa la niña, y quiero darle en el hocico a mi cuñada. Menuda arpía, siempre con esos aires de grandeza, ¡quién se creerá que es!

La situación se estaba volviendo más rara por momentos.


Este fragmento está escrito por Trying Mom, miembro de #LasTruculentas.