Juana
miró su nueva adquisición. Gorro rojo, sonriente y con los ojos muy abiertos.
Era mayor de lo que esperaba, nunca se había parado a pensar que un papá Noel
para colgar en la ventana sería tan grande. ¡Se veían tan pequeños desde la
calle! Siempre había querido tener uno, desde que era niña, pero a su madre no
le gustaban, pensaba que daba mala suerte tener un bicho colgado del balcón. «Daría
ideas a los ladrones», decía siempre. Y, año tras año, veía cómo los vecinos
los ataban, deseando algo que sabía que no podía tener. Tampoco era una gran
decepción, no montó un espectáculo. Solo era una espinita que tenía clavada y,
Navidad tras Navidad, sentía cierta envidia.
Con
los años la desazón disminuyó, hasta que acabó como una más entre las razones
por las que no le gustaba la Navidad. Había tantas que no sabía por dónde
empezar. Los regalos absurdos que nunca eran lo que ella quería. Las
discusiones de sus padres por decidir la casa en la que se celebraría cada cena
y comida. El desembarco de su prima Lucía, que la pegaba a escondidas y cada
año tenía que fingir golpearse con una puerta, sin que nadie se percatase de
que siempre chocaba con la misma. Su tío Alberto, que desde hacía algún tiempo
la miraba de una forma extraña, con los ojos brillantes y los labios húmedos, y
siempre quería darle abrazos y hacerle cosquillas. El maldito Papá Noel que no
podía colgar era solo una gota más en el océano.
Este
año, por fin, se había desquitado. Llevaba tiempo deseando hacerlo y, cuando
vio que su marido no solo no tenía ningún problema con ello, sino que la
animaba cada vez que surgía el tema, corrió al chino de la esquina a comprar un
Papá Noel escalador. No había más que uno, así que se precipitó sobre él, no
fuera a llevárselo alguien y tuviera que arrepentirse. Todo el camino a casa se
deslizó como una hoja de otoño que revoloteara por doquier, donde la llevase el
viento, flotando y bailando. ¡Por fin! Cada día, cuando volviera a casa del
trabajo, de la compra o de pasear, vería colgado de su ventana a Papá Noel,
pillado in fraganti tratando de
colarse para dejar los regalos. ¡Esa Navidad, por fin, sería una gran Navidad!
David
no parecía muy entusiasmado con la compra. Estaba hablando por teléfono cuando
llegó, organizando temas de trabajo, y la saludó distraído. Juana no quería
esperar, así que sacó el muñeco de la bolsa con una sonrisa que le iluminaba la
mirada y se lo enseñó. Cuando él se volvió y fijó los ojos en el muñeco, los
abrió mucho, suspiró y miró al techo buscando alguna respuesta que no estaba
allí. Sonrió sin muchas ganas mientras se daba la vuelta de nuevo y salía de la
habitación con el teléfono en la oreja. Juana se quedó fría. ¿No le gustaba?
¿Le parecía feo? Dudó, ¿acaso no lo habían comentado varias veces? ¿De verdad
él la había animado a comprarlo?
Ya
no estaba segura de nada. Lo cogió y lo llevó al cuarto de la niña. Aún
quedaban varios meses para que naciera Ana, pero el cuarto iba cogiendo forma
poco a poco. David había pintado la habitación el mes anterior, rosa clarito, y
había montado una cuna blanca, una butaca y un armario de Ikea. No destacaba
por ser muy ducho con el bricolaje así que le había dejado solo con su obra.
Aun así, a la vuelta tuvo que soportar sus quejas por el color absurdo, por los
muebles feos y complicados, porque veía una tontería empezar tan pronto cuando
quedaba tanto tiempo, porque… Al final, acabó yendo a trabajar y hablar por teléfono
mientras ella miraba extasiada alrededor y se imaginaba jugando, dando el pecho
y metiéndola en la cuna. Soñaba con tararear la nana que le cantaba su madre:
Él
es tan cruel,
Colmillos
de papel.
Hasta
el anochecer,
Plumas
en los pies.
Ea,
niña mía,
Ea
duerme ya.
Ea,
niña mía
O
te llevará.
Acudir
allí la tranquilizaba cuando discutía con David, porque sabía que todo pasaría
cuando naciera ella. No más discusiones absurdas. La niña los uniría de nuevo,
como al principio. Dejó al muñeco en la butaca junto a la cuna en una posición
en la que parecía mirar hacia la puerta.
Tenía
botones como carbones por ojos y la sonrisa parecía cosida solo a medias, lo
que hacía que sintiera su mirada perpleja. ¿Qué te sorprende tanto, muñeco?
Mientras lo observaba, sus ojos parecían brillar. ¿Qué vería si estuviera vivo?
¿Qué pensaría de ella? ¿Que estaba muy gorda, como en ocasiones deslizaba
David? ¿Sería su amigo o esa sonrisa sería falsa? Quiso creer que sería buena
persona y habrían sido amigos y confidentes. Ella reiría con sus chistes y él
la escucharía sin prisa. Le daría la mano y la consolaría cuando estuviese
triste. Y esa sonrisa nunca desaparecería de su rostro. El gesto inmóvil del
muñeco parecía invitarla a contar algo. Pero ¿el qué?
Sacudió
la cabeza y se alejó de la habitación, aturdida. ¿Qué iba a saber un muñeco,
que no era más que relleno y tela? Vaya forma tan absurda de volverse loca. Se
dirigió hacia su cuarto, recogió una camisa de David con suciedad en el cuello
y la llevó al cesto de la ropa. Cuando volvía de sus conferencias solía traerlo
manchado. Nunca le preguntaba porque se sentía humillado cuando ella le
señalaba algo que no había hecho bien, y no hacía falta tener broncas por todo.
Juana no acababa de entender por qué llevaba siempre el cuello con roces de
chocolate, suponía que eran descuidos al desayunar. ¡El pobre era tan
despistado! Una vez, hasta se llevó a casa un mechero de una compañera de
trabajo por error en la maleta.
Un
rato después, mientras la lavadora mareaba la ropa, decidió ir a hacerle una
visita al muñeco. Desde la puerta vio que seguía en el mismo sitio, en la
butaca, vigilando la entrada como un guardia de palacio. Los ojos negros y
agujereados se clavaban en los suyos, animándola a mirar al infinito con él. Su
sonrisa inamovible, sin embargo, ahora parecía desdeñosa. Era una mueca
irónica, de quien sabe algo que tú deberías saber. ¿Qué sabes muñeco? ¿Qué
sabes que yo no sepa? Mientras se hacía estas preguntas la sonrisa parecía
hacerse más real y los ojos más brillantes. «Yo sé lo que sé… lo que tú
deberías saber». Juana se llevó la mano a la cabeza, que empezaba a dolerle.
Tenía demasiada imaginación, eso le decía siempre su marido. Demasiada
imaginación y muchas telenovelas, era lo que decía. Pero el muñeco seguía
mirándola y sonriendo.
Se
alejó, pensativa, hacia su habitación. Cuando llegó abrió la maleta de David,
que no había deshecho aún. Siempre hacía lo mismo y había que poner otra
lavadora con la ropa de sus viajes porque no la sacaba cuando debía. El
interior era un caos, un naufragio textil lleno de colores mezclados sin
sentido. Camisetas interiores blancas abrazaban varios pares de calcetines
oscuros y olorosos sumergidos en el fondo. Calzoncillos sucios navegaban por la
superficie acompañados por alguna camisa que trataba de hundirlos con sus
tentáculos. Un desbarajuste en el que destacaba un delfín: ¿qué hacía una media
roja en su maleta? El dolor de cabeza se intensificó. Debía de haberla metido
ella en el cajón de sus calcetines al hacer la colada. Esas cosas pasan, a
veces. Lo metió todo en una cesta y la cogió para bajarla a la lavadora.
Pasó
por delante del cuarto del bebé. Incluso con la luz apagada podía sentir los
ojos oscuros del muñeco. Profundos y duros, se clavaban en ella a través del
cuarto. Encendió la luz y un brillo refulgió sobre los brillantes botones
negros, un guiño y una sonrisa. «Yo lo sé, tú lo sabes, nosotros lo sabemos». «¿Qué
sabes? No sabes nada». La cuerda roja le daba un aspecto siniestro con la
sonrisa a medias. «Tú lo sabes». El dolor de cabeza dejó de ser una molestia y
se convirtió en una tortura pulsante que amenazaba con reventarle el cráneo.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué?
Se
apoyó en la puerta y, al dejar caer la cesta al suelo, la media pareció
resurgir en la superficie y desbordó al suelo. Una media de mujer roja sobre la
tarima clara del suelo. Una media para seducir y pescar. Una media que no era
suya. Juana resbaló sobre el marco de la puerta y se quedó sentada mirando al
muñeco y esos agujeros negros sobre los que parecía caer sin fin, deslizarse
hacia el infinito sin retorno, un lugar en el que no tenía que pensar. En el
fondo de su mente unas imágenes circularon veloces. La media roja. El mechero.
Las marcas en el cuello de las camisas. Las reuniones nocturnas inesperadas.
Los regresos, más tarde aún, con olor a alcohol y a perfume. Una noria, las
imágenes forman una noria que gira despacio, primero, y acelera, cada vez más
rápido.
Media.
Mechero. Marcas
Reuniones.
Media.
Mechero.
Al
final todas las imágenes se funden en una sola: tres meses antes, el día que le
enseñó la prueba de embarazo positiva. Ella estaba eufórica, ¡iban a tener un
bebé! Fue corriendo, riendo, gritando, a contárselo a David. Él la miró
confundido. Ella se lo dijo con una gran sonrisa. Eso era lo que había
olvidado. Escondido, detrás de una maraña de culpa, de dudas y de
remordimiento. Él sonrió con los labios, una sonrisa enorme, una sonrisa de
lobo, llena de dientes. Los ojos, sin embargo… Los ojos eran lagos secos de
toda emoción, tristes cuencas donde no podía vivir nada. Había olvidado. Y
ahora recordaba. Oh, sí, recordaba.
Miró
de nuevo al muñeco y a sus ojos llenos de seguridad, unos ojos que no podían
mentir, unos ojos sinceros. «¿Ves? Tú también lo sabías». Lo sabía. Y sabía lo
que tenía que hacer. Bajó las escaleras hacia la cocina. No pensaba. Entró. No
razonaba. Se acercó a la encimera. No veía más que lo que estaba buscando.
Cogió un cuchillo enorme. No podía detenerse. Salió y fue al estudio de su marido.
No había vuelta atrás. Abrió la puerta y lo vio de espaldas, hablando por
teléfono. Como siempre. El teléfono. El maldito teléfono. La maldita media.
Todo estaba ahí. Ese era el cubil del monstruo. Se acercó a él en silencio
mientras cerraba la puerta a su espalda. Levantó el cuchillo.
Diez
minutos después subió las escaleras con la mano en la barandilla, tarareando
una canción de cuna. Una línea roja quedaba por donde ella pasaba la mano.
Él
es tan cruel,
Colmillos
de papel.
Hasta
el anochecer,
Plumas
en los pies
Entró
en el cuarto del bebé. Tenía la mirada fija en el infinito. Se acercó a la
butaca sin mirar al muñeco. Antes de cogerlo se colocó el pelo y el mechón
rubio quedó teñido por un líquido espeso y oscuro.
Ea,
niña mía,
Ea
duerme ya.
Ea,
niña mía
O
te llevará.
Cogió
al muñeco y una mancha roja apareció en su manga. Se sentó y lo puso en su
regazo, aún agarrada al cuchillo. Lo abrazó mientras se mecía hacia adelante y
hacia atrás.
Él
quiere tu canción,
Tu
voz y corazón.
Él
se lleva mi amor,
Él
roba mi dolor.
Adelante y atrás. Otra mancha roja goteaba de
la pernera de su pantalón y empezó a formar un pequeño charco bermellón en el
cuarto.
Tarareaba.