jueves, 9 de junio de 2022

Las Truculentas - El resurgir de los alados III - La araña

Sobre fondo negro, se ve en blanco el perfil de una mujer. Donde estaría su ojo, pone el título: El resurgir de los alados, y junto al título una daga. En la parte inferior izquierda se ve un martín pescador salpicando el agua. Justo debajo de la barbilla del perfil aparece el texto latapadelbaul.es y #LasTruculentas

 

 

(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)


Furiosa. Una palabra que no bastaba para definir cómo me sentía mientras daba vueltas por la habitación como una fiera enjaulada. También me sentía estúpida, por no haberme dado cuenta de que la plebeya de la fiesta había jugado conmigo.

Debí haberla delatado. Un solo comentario mío hubiese significado su ruina, pero callé y así me lo pagaba. Robándome. Y yo, tonta de mí, había cometido dos errores más: no darme cuenta del robo hasta la mañana siguiente y haber perdido de vista lo que se suponía que nunca podía perder.

Me detuve frente a la ventana y apoyé las manos en el alféizar interior. Algo de aire fresco me vendría bien para despejar la mente, pero no se podía abrir. El mecanismo llevaba roto años y nadie se había dado cuenta. Podría haberlo dicho, pero a mi miedo a las alturas le parecía bien que siguiese así.

«Piensa», me regañé a mí misma. Tenía que arreglar el lío en el que estaba, ¿pero cómo?

«Encuéntrala. Recupera lo que es tuyo». Era más fácil decirlo que hacerlo, pero era la única alternativa posible. Confesar a la Madre Guardiana que había perdido el broche, el que me confió para probar mi valía como heredera de la familia May, no era una opción. Tampoco lo era dejar que una ladrona listilla desatase la maldición que contenía el diamante.

Más calmada al haber tomado una decisión, me remangué y me puse manos a la obra. No sabía nada de la chica, solo su aspecto, y tampoco podía ir por las calles preguntando si alguien la conocía. Llamaría mucho la atención que alguien como ella se mezclase de repente con los plebeyos. Pero tenía otros trucos con los que la mayoría de la gente ni soñaba.

Sonreí, cada vez más confiada en que iba a solucionarlo, y miré el anillo que decoraba mi meñique izquierdo. Hacía más de un año que lo llevaba y ya estaba acostumbrada a su peso y apenas lo notaba, solo cuando las miradas de los demás se posaban en él y me recordaban su existencia. La fina banda de metal estaba engarzada con pequeñas piedras preciosas, ninguna tan ostentosa como el diamante del broche, cuyo valor iba mucho más allá del que podrían alcanzar en el mercado orfebre.

Accedí al poder que contenían sin apenas esfuerzo, aunque sí tuve que concentrarme en no tomar más del necesario. La tentación era un peligro sobre el que me habían advertido desde niña, era la primera lección que recibían todos los herederos. Corté la conexión con las joyas y, guardando el poder bajo mi propia piel, levanté el tablón suelto que utilizaba como escondite secreto. 

Allí, en una caja que perteneció a mi madre, guardaba mis pequeños tesoros. Después de rebuscar un poco, saqué uno de los artefactos. Estaba hecho con diversos trozos de metal y su forma recordaba a una araña retorcida, sobre todo los alambres que había utilizado a modo de patas.

Lo coloqué en mi palma, cerré los ojos y dejé que el poder fluyese de mí hacia la araña de metal. Sentí frío a la vez que me quemaba la mano, una sensación a la que aún seguía sin acostumbrarme, y solté la araña lo más rápido que pude.

El bicho metálico se agitó y se sacudió, comprobando que todo funcionaba bien, y después clavó en mí unos ojos inexistentes. Me estaba comparando con las dos imágenes que había fijado en su interior: la del broche con el diamante y la de la chica que lo había robado. Me descartó con rapidez y se desplazó hacia la puerta. Ahora estaba cerrada, pero cuando la abriese mi pequeña araña partiría en busca de alguno de los dos y no se detendría hasta llevarme hasta ellos.

—¿Marian? ¿Estás lista? —Charlie golpeó la puerta e hizo que me tensase de golpe. Últimamente nuestra relación se había vuelto más formal, más distante, de una forma que odiaba y a la vez no sabía cómo revertir. Tenía que ocuparme de ello, pero de nuevo lo relegué a un segundo plano, para cuando tuviese tiempo de hacerlo en condiciones.

—Enseguida estoy —contesté mientras me apresuraba a prepararme.

Le dirigí una última mirada a la araña, que ya esperaba impaciente junto a la puerta y la abrí, distrayendo a mi hermano con una sonrisa y un comentario tonto sobre lo bien que le quedaba el traje. El artefacto metálico pasó junto a sus pies sin que Charlie lo notase y enseguida se perdió por el pasillo para ser mis ojos y oídos allí donde yo no podía llegar.


Unos días después, desperté sobresaltada de las escasas horas de sueño que apenas conciliaba cada noche. El corazón, que ya me latía a mil por hora, se aceleró cuando distinguí en la oscuridad el tacto sobre la piel de unas inconfundibles patitas metálicas.


Este fragmento está escrito por Laura Morales, miembro de #LasTruculentas.


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